jueves

Gaseosas en estantes.

Iremos a un oasis. El agua es verdosa y de noche refleja la luz de postes antiguos. Nos alojaremos en el hotel que tiene un bar al lado de la piscina. Y me contarás de chicos menos interesantes y sonreiré cuando lo hagas. Recorremos el malecón embriagados de sueño y le hablo de eso y de otras cosas. Anne observa las palmeras y locales como si el mundo fuese nuevo. O como si se fuese a terminar esta noche. Suda. Gotas discretas van apareciendo en el límite de su cabello y se deslizan por su frente. Se deslizan con lentitud y cuando me mira también yo formo parte de ese universo nuevo o tal vez moribundo. Le digo que me provoca placer. No tienes que hacer nada e igual me lo provocas. Me alegro, contesta, Soy una fuente de placer ociosa y si tuviera que esforzarme lo nuestro no funcionaría.

De vuelta en la habitación colocamos el ventilador frente a la cama. Máxima potencia. Anne se desnuda y se echa boca arriba. Cierra los ojos. Tú también me provocas placer, dice. Y empezaste antes que yo. Cuando salíamos a bailar con la gente de la oficina y no me sacabas. Pasaban las horas y pasaban las botellas de cerveza y quería explotar porque no me sacabas.

Parte de la estrategia, argumento y me tira un codazo. Le beso el cuello, le beso los dedos de una mano. Despierto de madrugada y la espalda de Anne oscila, como también oscila la esfera de luz que cuelga del techo. Ráfagas de aire entran por la ventana, y me asomo a la ciudad intrusa. Veo parejas tambalearse sobre veredas rotas, veo luces azules por la plaza. Veo a una joven solitaria que lleva un vestido ligero, verde claro. Cruzamos miradas. Se detiene y pasan los segundos. No reanuda la marcha. La respiración de Anne se va colando. Volteo a su desnudez hipnotizante, y cuando vuelvo a ver la calle la joven solitaria se aleja. Apresurado me pongo un jean, sandalias y cojo una camisa. Luciérnagas flotan alrededor de la lámpara y bajo las escaleras corriendo. El vestido limón se detiene, se da vuelta y me espera. Le digo que no es la primera vez que la veo. Me dice lo mismo. Caminamos en silencio. Al llegar al malecón me dice su nombre y que no pudo evitar detenerse. Que justo pensaba en mí cuando me aparecí en la ventana. Entonces le hablo de luciérnagas que persiguen luces que no comprenden. Sugiere que bajemos al río. Un restaurante se erige cerca, al borde del malecón. Se erige sobre maderos viejos, con cimientos en la arena que se pierden en la noche. De acuerdo, le digo, bajemos. Y me confiesa que no quiere ser otro gato que pasa por el mundo; que aunque adora su trabajo en la trasnacional, la vida debería ser más que poner gaseosas en estantes. Le digo que ahora no estamos poniendo gaseosas en estantes. Llegamos a la orilla. Nos sentamos en una piedra. Parece el caparazón de una tortuga gigante. Me pregunta sobre Anne. Le digo que ya no la quiero. Me dice que estoy mintiendo.

Esta mañana la querías. Te ví besarla en el puerto y la querías. Le contesto que la realidad está llena de cosas finitas. Callamos. El viento le alborota los cabellos y me mira fijamente. Nos envuelven insectos que vociferan de otro orden. La realidad es una historia inconclusa, dice.
Siempre. Y abandonamos el caparazón y la orilla. Su departamento es pequeño, práctico pero a la vez rebelde. Donde coexisten la sala, el comedor y la cocina, se mezclan también máscaras indígenas que cuelgan de paredes, cuadros abstractos y lámparas de papel con diseños bohemios de vívidos colores. Eras la posibilidad de una isla, le digo, y sonríe. Trae una botella de vino; me pregunta a que me refiero. Le cuento las cosas que pensé cuando la vi en el puerto esta mañana, y lleno de vasos. Entonces va y abre cortinas y mamparas, y se queda ahí, tomando el vino contra la baranda de espaldas a la ciudad, en el balcón con el vestido que ondea y las suavidades y curvas que intuyo debajo todavía lejanas. Me halagas, murmura y coge un control remoto. Prende el estéreo, pone rock ligero y las letras hablan de naufragios y de sirenas varadas, y pienso en Anne esta mañana, emergiendo del río y trepando al muelle con mi ayuda, bajo el escrutinio de los pescadores, las piernas en el agua y los labios húmedos y tibios. Pronto vería a Camila, pero la magia de Anne aún estaba intacta y su contacto era frágil e intenso. Bailamos. Lo hacemos lento sosteniendo los vasos de vino dulce que al terminar rellenamos hasta que la botella y al traer otra Camila sigue de largo. Se quita las sandalias. Entra por un pasadizo. La sigo pensando en musas y cantos. Veo ropa interior en el suelo, una prenda y luego la otra, y al atravesar la puerta de la habitación me espera de pie, la botella contra el pecho.


Por, Farid Mardini 
(un antiguo compañero del taller literario)

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